Made in Mar Menor: La Fábrica de los Dobles Sentidos
En el puerto de San Pedro del Pinatar, al lado mismo del Mar Menor entre paredes pintadas con graffiti y escaleras que se retuercen como lenguas antiguas, vive Inés.
Su taller es un cuarto atestado de herramientas oxidadas, latas de pintura seca y papeles arrugados con versos que nadie entiende. Inés no cree en los hechos, sino en los «retumbos» las emociones fuertes y turbulentas que te agitan desde el interior: esos ecos que nacen cuando las palabras chocan contra las paredes del mundo y se parten en pedazos.
—Mi lujuria no tiene nombre, pero sí apellido —dice mientras clava un clavo torcido en una tabla agrietada—. Se llama doble sentido.
La gente del puerto la mira con recelo. Creen que está loca, pero Inés ríe frente al espejo que tiene colgado en la puerta, su reflejo multiplicado en los fragmentos de vidrio roto.
«Soy contraria de medidas sofisticadas», repite, y es cierto: sus obras son caos puro, montañas de alambre y madera podrida que, según ella, contienen el mapa del universo.
—El palabrerio es matadero de reses —gruñe una tarde, mientras quema hojas de un diccionario viejo—. Las palabras mueren cuando las domestican.
Inés no necesita valerse de nadie. Su «manicomio mental», como lo llama, es su mapa a seguir. Crea esculturas con restos de barcos hundidos, pinta con café y óxido, escribe poemas en las paredes con un yeso que se desmorona al secarse.
«No quepo en los desechables», afirma, y es verdad: sus manos nunca han tocado algo que no tenga historia, algo que no grite.
Un día, un galerista de la capital llega al puerto. Ha oído hablar de «la loca de los cerros» y quiere ver sus obras. Inés lo recibe con una taza de té frío y un silencio incómodo.
—¿Qué busca? —pregunta, mientras el hombre observa una escultura hecha con clavos y trozos de espejo.
—Algo auténtico —responde él, ajustándose los lentes.
Inés se ríe, un sonido áspero como el roce de las zapatillas sobre el suelo.
—Aquí no hay autenticidad. Solo soy un remordimiento con forma de mujer.
Pero el galerista insiste. Quiere llevarse sus obras, exponerlas, ponerles precio. Inés lo mira, calculadora.
—¿Sabes lo que es ser caligéntico? —pregunta, acercándose—. No somos calentadores de sillas ni gente fina. Somos fuego que quema sin pedir permiso.
El hombre no entiende, pero asiente. Inés suspira.
—Toma lo que quieras —dice al final—. Pero no les pongas etiquetas. Mis cosas están hechas para caer, no para durar.
Cuando el galerista se va, cargado de obras que jamás comprenderá, Inés vuelve a su taller. Enciende una vela —»los candelabros son mi funesta habilidad»— y susurra al aire:
—Nací en la caída, no en el vuelo.
Y sigue trabajando, porque sabe que el éxito no es un destino, sino el ruido que hacen las cosas al romperse. Made in Mar Menor, made in chaos, made in lujuria pura. Así es Inés: un terremoto en piel de mujer, escribiendo su nombre en un idioma que solo los locos entienden.
© copyrigth: Jose Luis Vaquero