«El Eco de las Verdades Ocultas»
El viento arrastraba hojas secas por el sendero del parque donde Marta solía correr cada mañana. Pero hoy no corría.
Hoy estaba sentada en un banco de madera gastada, con una carta doblada en sus manos. Las palabras escritas en ella temblaban, igual que su corazón.
—¿En serio vas a dársela? —preguntó Julia, su hermana, sentada a su lado. El tono de su voz era suave, pero cargado de preocupación.
Marta asintió sin mirarla. La carta contenía una confesión: años de amor no correspondido hacia su mejor amigo, Daniel.
Sabía que arriesgaba una amistad, quizá incluso su paz, pero algo dentro de ella insistía en que el silencio era una mentira disfrazada de comodidad.
—El fuerte no es el que calla —murmuró, repitiendo las palabras que su abuela le decía cuando era niña—. Es el que se expone, aunque le partan el alma.
Julia tomó su mano y apretó con fuerza.
—Sí, pero ¿estás lista para lo que pueda pasar?
Marta observó a lo lejos a Daniel, quien jugaba con su perro cerca del estanque. Su risa llegó hasta ella como un eco familiar, cálido y a la vez doloroso.
Recordó todas las veces que había mordido su lengua, ahogando frases que querían salir a gritos. Pero ya no podía seguir así.
—No quiero vivir preguntándome ¿y si…? —dijo, levantándose—. Prefiero que el no me duela, a que el nunca me consuma.
Caminó hacia él con pasos que parecían medir el latido de su propio miedo. Cuando Daniel la vio, su sonrisa se amplió, pero al notar la seriedad en su rostro, su expresión cambió.
—¿Todo bien? —preguntó, inclinándose para acariciar a su perro, que se refugiaba entre sus piernas.
Marta extendió la carta.
—Lee esto. Por favor.
Los segundos se alargaron mientras él desdoblaba el papel. El mundo pareció contener la respiración: el murmullo del agua, el crujir de las hojas, el viento acariciando sus mejillas.
Cuando Daniel alzó la vista, sus ojos brillaban con una mezcla de sorpresa y tristeza.
—Marta, yo…
Ella levantó una mano para detenerlo.
—No tienes que decir nada. Solo necesitaba que lo supieras.
Y aunque su voz se quebró al final, sintió una paz extraña, como si una cadena se hubiera roto dentro de su pecho.
No importaba su respuesta. Lo importante era que, por primera vez, se había mostrado completa, sin esconder las grietas ni los colores más intensos de su alma.
Al regresar al banco, Julia la abrazó sin palabras. Marta miró al cielo, donde las nubes se desgarraban para dejar pasar la luz del atardecer.
—Duele —susurró.
—Sí —respondió Julia—. Pero ahora respiras distinto.
Y era cierto. Porque en el acto de soltar la verdad, Marta había descubierto que la valentía no era ausencia de miedo, sino la decisión de caminar a través de él. Y que, a veces, romperse era la única manera de volverse entera.
©Jose Luis Vaquero | salfueradeti.com
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