«Lo que el Viento se Lleva»
Somos huéspedes temporales de instantes que se desvanecen, como hojas arrastradas por el viento hacia un río indiferente. La corriente los lleva sin pausa, sin preguntar si estamos listos para soltarlos.
María lo sabía mejor que nadie. Desde niña, había visto cómo los momentos más dulces se escurrían entre sus manos como agua entre las grietas de una roca. Por eso decidió coleccionarlos.
Cada risa, cada lágrima, es una sombra que baila en la pared antes de que la noche la devore. Ella quería atrapar esas sombras fugaces, guardarlas antes de que el tiempo las borrara.
Así que comenzó a llenar frascos de cristal con pedazos de vida: el aroma del café de su abuela, ese que perfumaba las mañanas de invierno; el eco de una canción callejera que una vez le hizo latir el corazón al compás de un desconocido; el último abrazo de su padre, tan fuerte que le dolió en los huesos, como si él ya supiera que no habría otro.
Pero los instantes, como mariposas nocturnas, se escapaban entre sus dedos, dejando solo polvo de memorias. Por más que apretaba los frascos, sellándolos con esmero, el tiempo se filtraba.
Los olores se volvían fantasmas, los sonidos se convertían en susurros, y el calor de aquel abrazo terminaba siendo solo un recuerdo frío.
Una tarde, mientras el sol se derramaba como miel sobre el sillón vacío—aquel que nadie ocupaba desde la partida de su padre—, entendió que no había que atrapar el tiempo, sino habitarlo.
Las hojas caían, el río seguía su curso, y ella no podía hacer nada para detenerlo. Así que, con un suspiro que llevaba años guardado, dejó los frascos abiertos y permitió que la brisa se llevara sus tesoros.
Al principio, sintió vértigo, como si hubiera soltado el último hilo que la ataba a lo que alguna vez fue. Pero luego, algo extraño sucedió.
Cuando el viento susurraba entre los árboles, ya no escuchaba solo aire: escuchaba la voz de su abuela canturreando, la risa de su padre, la melodía callejera que un día la hizo sonreír.
Ahora, cuando el viento susurra, ella sonríe. Sabe que somos solo notas en una melodía eterna, invitados a bailar en un festín de segundos. Y cuando la música cese, no habrá pérdida, solo un silencio que alguna vez fue canción.
María ya no colecciona instantes. Los deja pasar, los vive, y cuando se van, los despide con gratitud, como a viejos amigos que saben que siempre estarán ahí, en el eco del mundo, en el ritmo del viento, en el latido de todo lo que alguna vez fue y aún sigue siendo, aunque ya no se pueda tocar.
©Jose Luis Vaquero
[…] quiero poseerla. Sería como intentar enjaular el viento. Prefiero que me arrastre, que me desarme, que me convierta en polvo y luego me vuelva a armar a su […]
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