Él era un río. Un curso de agua que nacía en las montañas, serpenteando entre valles y bosques, siempre en movimiento, siempre buscando.
Su camino era solitario, pero necesario. Llevaba consigo la frescura de la tierra, el susurro de las raíces y el eco de las piedras que había rozado en su descenso.
Era vida en constante fluir, pero también era fragilidad. Porque un río, aunque poderoso, siempre está destinado a perderse en algo más grande.
Ella era el mar. Inmensa, profunda, misteriosa. Su cuerpo era un abrazo infinito, un reflejo del cielo y un espejo de las estrellas.
En ella habitaban secretos que ni el tiempo podía descifrar. Era fría en su superficie, pero en sus profundidades guardaba el calor de un corazón que latía con la fuerza de las mareas. El mar no necesitaba buscar; simplemente era. Y en su serenidad, esperaba.
El río sabía que su destino era encontrarla. No podía evitarlo. Cada curva, cada cascada, cada remanso lo acercaba más a ella.
A veces, en su camino, sentía el calor del sol y el frío de las noches, pero nada lo detenía. Sabía que, al final, su identidad se perdería en la inmensidad del mar. Pero también sabía que, en ese encuentro, algo nuevo nacería.
Cuando finalmente llegó a la costa, el río vaciló por un momento. Allí estaba ella, extendiéndose ante él como un sueño infinito.
El mar lo recibió con una ola suave, como si ya lo hubiera estado esperando. Y en ese instante, el río sintió algo que nunca antes había experimentado: una mezcla de miedo y euforia, de pérdida y renacimiento.
«Tú eres mar, yo soy río», murmuró él, mientras sus aguas se fundían con las de ella. «Siento calor cuando tú sientes frío. Camino solo, pero al final, siempre muero en ti para renacer contigo».
El mar no respondió con palabras, pero su abrazo lo decía todo. Juntos, crearon algo más grande que ellos mismos.
El río perdió su identidad, pero al mezclarse con el mar, surgió un nuevo amanecer. Las olas se elevaron con más fuerza, los colores del horizonte se intensificaron y la vida en las profundidades floreció como nunca antes.
El río ya no era solo un río. El mar ya no era solo el mar. Juntos, eran una fuerza que daba aliento al mundo, que creaba vida y que comenzaba un nuevo camino.
El río se sintió más vivo que nunca, porque en su entrega había encontrado algo que trascendía su propia existencia.
Y así, en esa fusión, comprendió que la verdadera esencia de la vida no estaba en mantenerse intacto, sino en fundirse con algo más grande, en perder para ganar, en morir para renacer.
Porque, al final, el río y el mar eran dos partes de un mismo ciclo, dos notas de una misma canción, dos almas que se encontraban para crear un nuevo amanecer.
Y en ese amanecer, el río supo que nunca había estado solo. Que su camino, aunque solitario, siempre lo había llevado hacia ella. Y que, al fundirse en su sal, había encontrado no solo su destino, sino también su razón de ser.
©Jose Luis Vaquero
[…] paso hacia adelante, hacia lo desconocido, hacia un futuro donde ella pudiera ser libre, donde pudiera respirar sin miedo, donde pudiera amar sin condiciones. Porque, al final, soltar no […]