«Voy a Cerrar Esa Puerta»
Me desperté con el sonido familiar de sus pasos alejándose de nuestra cama. De nuevo.
El reloj marcaba las 3:17 AM y yo, como tantas noches, fingía dormir mientras el vacío en mi pecho crecía como maleza tóxica.
Y es que mi amor se había convertido en un mendigo sentado frente a un banquete, rogando por migajas cuando tenía derecho a sentarse a la mesa.
Los primeros meses fueron diferentes. Él llegaba tarde, yo le guardaba la cena caliente. Cancelaba planes, yo inventaba excusas para sus ausencias.
Me gritaba constantemente y casi por todo, cualquier chispa encendía la mecha o desataba la tormenta, yo me convencía de que «el estrés lo cambiaba» y que en realidad él no era así.
Pero cada vez que le perdonaba sin exigir cambio alguno, no le estaba dando una oportunidad… me la estaba quitando a mí, así, casi sin darme cuenta.
El día de mi cumpleaños (uno más de tantos) mientras esperaba sola en el restaurante con un pastel que se derretía, tuve una epifanía que me cortó el aliento: Yo no era víctima.
La verdad descarnada afloraba en mi mente: Estaba siendo cómplice. Arquitecta de mi propio dolor, de mi propio destino.
No Puedo Culparle al Viento por Mis Errores…
Porque…
Permití que mi tiempo valiera menos que el suyo, porque normalicé palabras que me escocían como sal en heridas abiertas y justifiqué lo injustificable, convirtiendo mi dignidad en papel mojado.
Como una jardinera que riega plantas venenosas y luego se sorprende al enfermar, entendí que el problema no eran las flores… era mi mano regando lo que me mataba, lo que me hacía daño.
El proceso de reconstrucción comenzó con tres preguntas simples:
¿Qué parte de mí creía merecer esto? ¿A qué tenía miedo de enfrentar estando sola? ¿Cuándo dejé de ser dueña de mis propios límites?
Las respuestas llegaron envueltas en llanto y vergüenza, pero también con una claridad brutal: Había confundido amar con rescate y lealtad con autotraición.
Cuando finalmente le pedí que se fuera, no fue con rabia ni drama. Fue con la tranquilidad de quien cierra un libro mal escrito para comenzar uno nuevo.
Comprendí entonces que… Las cadenas más pesadas no son las que otros nos ponen, sino las que forjamos cada vez que callamos cuando debíamos hablar, aguantamos cuando debíamos irnos, y dimos cuando debíamos guardar.
Por eso… No puedo culparle al viento por mis desvelos, soy yo quien tiene que cerrar esa puerta…
©Jose Luis Vaquero