La vida a veces parece una presentación voluntaria para una misión suicida. Es como si, desde el momento en que nacemos, nos inscribiéramos en un viaje del que no conocemos el destino, pero del que intuimos el final.
Un viaje que, paradójicamente, nos lleva a cuestionar su propio sentido. ¿Qué es la vida? ¿Es acaso un avance, un progreso, o simplemente una huida hacia atrás, un intento desesperado por escapar de algo que no terminamos de entender?
En algún momento, todos nos hemos preguntado esto. Y en ese cuestionamiento, surge la sombra de la autodestrucción.
No necesariamente como un acto consciente, sino como un impulso, una fuerza invisible que nos empuja a tomar decisiones que, en lugar de construir, parecen derribar lo que hemos logrado. Bebemos demasiado, fumamos, abandonamos relaciones estables, sabotemos trabajos prometedores.
No son decisiones racionales, sino actos impulsivos que parecen brotar de un lugar oscuro dentro de nosotros. Un lugar que, aunque no entendemos, reconocemos como propio.
¿Por qué hacemos esto? ¿Por qué, si la vida es un regalo, nos empeñamos en romperlo? Un biólogo podría decir que la autodestrucción está programada en nuestras células, que el envejecimiento y la muerte son parte de un ciclo natural.
Pero, ¿y si hay algo más? ¿Y si esa autodestrucción no es solo física, sino también emocional, mental? ¿Y si, en el fondo, destruirnos es una forma de sentirnos vivos?
El suicidio, en su forma más cruda, es quizás la expresión más extrema de esta paradoja. No es solo un acto de renuncia, sino también un grito desesperado por sentir algo, por revocar el principio universal de la vida que nos empuja hacia la autodestrucción programada.
Es como si, al elegir el final, quisiéramos tomar el control de algo que, de otra manera, nos controla a nosotros. Pero la verdad es que casi ninguno de nosotros llega a ese extremo. En cambio, casi todos nos destruimos de maneras más sutiles, más lentas, más cotidianas.
Y es aquí donde la vida se convierte en un laberinto. Un laberinto en el que avanzamos, pero también retrocedemos. Donde construimos, pero también derribamos.
Donde amamos, pero también herimos. Es un laberinto que no tiene salida, pero que, al mismo tiempo, nos invita a seguir caminando.
Porque, al final, quizás la vida no sea ni un avance ni una huida, sino simplemente un viaje. Un viaje en el que, a pesar de todo, seguimos buscando respuestas.
¿Qué es la vida? Tal vez no haya una respuesta definitiva. Tal vez sea solo eso: un intento constante de entender por qué estamos aquí, por qué nos destruimos, por qué seguimos adelante.
Y tal vez, en ese intento, encontremos algo que valga la pena. Algo que, aunque no lo entendamos del todo, nos haga sentir vivos.
© copyrigth: Jose Luis Vaquero
[…] finalmente llegó a la costa, el río vaciló por un momento. Allí estaba ella, extendiéndose ante él como un sueño […]