La ciudad bullía alrededor de ellos, un río de gente que fluía por las aceras mientras ellos caminaban, ajenos al ritmo de los demás.
Sus pasos resonaban sobre el asfalto, sincronizados pero tensos, como si cada uno midiera la distancia que los separaba.
Ella llevaba las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, los ojos fijos en el horizonte, mientras él hablaba con voz entrecortada, intentando encontrar las palabras que no quería decir pero que, de alguna manera, ya estaban ahí, flotando entre ellos.
—No es que no quiera esto —dijo él, rompiendo el silencio que había crecido como un muro—. Es que… no sé cómo seguir sin lastimarnos más. Cada día siento que nos estamos desgastando, como si ya no hubiera aire para los dos.
Ella no respondió de inmediato. Pasaron junto a un grupo de turistas que reían y tomaban fotos, un contraste demasiado agudo con la tormenta que llevaban dentro. Finalmente, habló, sin mirarlo:
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que finja que esto no me duele? Que no me importa que te vayas, que nos dejes así, como si todo lo que vivimos no valiera la pena?
Él se detuvo un momento, frotándose la cara con las manos, como si pudiera borrar la fatiga que llevaba acumulada. La gente los rodeaba, pasando de largo, ajena a la fractura que se abría entre los dos.
—No es que no valga la pena —dijo, con voz más suave—. Es que a veces, por más que quieras algo, no puedes obligarlo a seguir vivo. Y quedarme… quedarme sería como mentirnos a nosotros mismos. No quiero que esto se convierta en algo que nos destruya.
Ella se volvió hacia él, por fin, y en sus ojos había una mezcla de rabia y tristeza que lo dejó sin aliento.
—¿Y qué pasa con todo lo que dijimos? ¿Con las promesas, con los planes? ¿Todo eso se va a esfumar porque ahora es difícil? Porque duele?
Él respiró hondo, sintiendo el peso de sus palabras, pero también la certeza de que no había otra salida.
—Duele más quedarme y ver cómo esto se desmorona —dijo, casi en un susurro—. Duele más fingir que no veo cómo nos estamos haciendo daño. No quiero que lleguemos al punto en que ni siquiera podamos mirarnos sin resentimiento.
Ella bajó la mirada, y por un momento, pareció que la ciudad entera se detenía a su alrededor.
Los ruidos, las risas, los pasos apresurados de los transeúntes, todo se desdibujó. Solo quedaron ellos dos, en medio de una calle que ya no sabían cómo recorrer juntos.
—Entonces, ¿esto es todo? —preguntó ella, con una voz quebrada que apenas lograba sostenerse—. ¿Nos despedimos aquí, en medio de tanta gente, como si fuéramos extraños?
Él la miró, y en sus ojos había una tristeza que no podía ocultar.
—No somos extraños —dijo—. Nunca lo seremos. Pero a veces, querer a alguien significa saber cuándo soltar. Y yo… yo no quiero que esto se convierta en algo que nos rompa para siempre.
Ella asintió lentamente, como si finalmente estuviera entendiendo algo que no quería aceptar.
Caminaron un poco más, en silencio, mientras la ciudad seguía su curso, indiferente a su dolor.
Y cuando llegó el momento de separarse, no hubo abrazos ni palabras grandiosas, solo una mirada que lo decía todo: que a veces, el amor no se apaga con gritos, sino en silencio, como una llama que nadie se atreve a avivar de nuevo.
©Jose Luis Vaquero
RELATO CORTO: » A veces el amor no se apaga con gritos… » Desamor, Reflexión.
La ciudad bullía alrededor de ellos, un río de gente que fluía por las aceras mientras ellos caminaban, ajenos al ritmo de los demás.
Sus pasos resonaban sobre el asfalto, sincronizados pero tensos, como si cada uno midiera la distancia que los separaba.
Ella llevaba las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, los ojos fijos en el horizonte, mientras él hablaba con voz entrecortada, intentando encontrar las palabras que no quería decir pero que, de alguna manera, ya estaban ahí, flotando entre ellos.
—No es que no quiera esto —dijo él, rompiendo el silencio que había crecido como un muro—. Es que… no sé cómo seguir sin lastimarnos más. Cada día siento que nos estamos desgastando, como si ya no hubiera aire para los dos.
Ella no respondió de inmediato. Pasaron junto a un grupo de turistas que reían y tomaban fotos, un contraste demasiado agudo con la tormenta que llevaban dentro. Finalmente, habló, sin mirarlo:
—¿Y qué quieres que haga? ¿Que finja que esto no me duele? Que no me importa que te vayas, que nos dejes así, como si todo lo que vivimos no valiera la pena?
Él se detuvo un momento, frotándose la cara con las manos, como si pudiera borrar la fatiga que llevaba acumulada. La gente los rodeaba, pasando de largo, ajena a la fractura que se abría entre los dos.
—No es que no valga la pena —dijo, con voz más suave—. Es que a veces, por más que quieras algo, no puedes obligarlo a seguir vivo. Y quedarme… quedarme sería como mentirnos a nosotros mismos. No quiero que esto se convierta en algo que nos destruya.
Ella se volvió hacia él, por fin, y en sus ojos había una mezcla de rabia y tristeza que lo dejó sin aliento.
—¿Y qué pasa con todo lo que dijimos? ¿Con las promesas, con los planes? ¿Todo eso se va a esfumar porque ahora es difícil? Porque duele?
Él respiró hondo, sintiendo el peso de sus palabras, pero también la certeza de que no había otra salida.
—Duele más quedarme y ver cómo esto se desmorona —dijo, casi en un susurro—. Duele más fingir que no veo cómo nos estamos haciendo daño. No quiero que lleguemos al punto en que ni siquiera podamos mirarnos sin resentimiento.
Ella bajó la mirada, y por un momento, pareció que la ciudad entera se detenía a su alrededor.
Los ruidos, las risas, los pasos apresurados de los transeúntes, todo se desdibujó. Solo quedaron ellos dos, en medio de una calle que ya no sabían cómo recorrer juntos.
—Entonces, ¿esto es todo? —preguntó ella, con una voz quebrada que apenas lograba sostenerse—. ¿Nos despedimos aquí, en medio de tanta gente, como si fuéramos extraños?
Él la miró, y en sus ojos había una tristeza que no podía ocultar.
—No somos extraños —dijo—. Nunca lo seremos. Pero a veces, querer a alguien significa saber cuándo soltar. Y yo… yo no quiero que esto se convierta en algo que nos rompa para siempre.
Ella asintió lentamente, como si finalmente estuviera entendiendo algo que no quería aceptar.
Caminaron un poco más, en silencio, mientras la ciudad seguía su curso, indiferente a su dolor.
Y cuando llegó el momento de separarse, no hubo abrazos ni palabras grandiosas, solo una mirada que lo decía todo: que a veces, el amor no se apaga con gritos, sino en silencio, como una llama que nadie se atreve a avivar de nuevo.
©Jose Luis Vaquero