«La Ciudad de los Espejos Rotos»
La ciudad respiraba a su alrededor, un organismo vivo de asfalto y luces neón que latía al ritmo de pasos apresurados.
Elena avanzaba entre la multitud como un pez contra la corriente, su abrigo negro ondeando tras ella como una sombra rebelde.
En cada rostro que pasaba veía reflejos distorsionados de lo que había sido: la profesional perfecta, la hija ejemplar, la mujer que llevaba máscaras distintas según el escenario.
Hoy caminaba sin disfraces. Por que… El Verdadero Cambio Comienza Cuando Dejas de Mentirte.
Un vendedor ambulante pregonaba sus flores en una esquina, crisantemos marchitos en cubos de plástico.
Se detuvo frente a él, recordando cómo solía comprar rosas rojas para poner en su oficina – flores que no le gustaban pero que encajaban en la imagen pulcra que cultivaba.
Esta vez eligió un girasol solitario, su tallo torcido como una pregunta.
El metro rugió bajo sus pies. Hace un año, en ese mismo andén, había visto por última vez a Daniel.
Él le había dicho palabras que resonaban ahora como campanadas: «Vives en un edificio de cristal, Elena. Te asusta hasta el eco de tus propios pasos«.
Se había ido llevándose consigo el último espejo donde podía mirarse sin mentiras.
Al salir a la superficie, la lluvia fina comenzó a tejer un velo sobre la ciudad. No se apresuró.
Dejó que las gotas trazaran caminos sobre su rostro, lavando capas de maquillaje y expectativas ajenas.
Frente al escaparate de una tienda, su reflejo la sorprendió: el pelo empapado enrulándose salvajemente, el girasol ahora brillante contra el negro de su ropa.
Por primera vez en años, no se corrigió.
En la plaza mayor, donde los turistas fotografiaban fuentes monumentales, encontró un banco vacío junto a un hombre que alimentaba palomas con migas de pan.
Las aves dibujaban círculos imperfectos alrededor de sus zapatos gastados.—Tardé treinta años en entender que no hay atajos para llegar a uno mismo —dijo el hombre sin mirarla, como si continuara una conversación empezada hace mucho—.
Los cimientos se construyen con los escombros que intentamos enterrar.
Elena asintió. Sacó del bolsillo la carta de renuncia que llevaba doblada desde la mañana, sus letras ahora borrosas por la lluvia.
Las palabras ya no importaban – el gesto era un puente entre la mujer que había sido y la que decidía ser.
Cuando el sol rompió entre las nubes, el girasol en su mano giró instintivamente hacia la luz. Como ella, que empezaba a aprender la geometría simple de vivir sin laberintos.
©Jose Luis Vaquero