«Navegando los mares del doble sentido»
El aire en la habitación era denso, cargado de palabras no dichas. Ella lo miraba desde el otro lado de la mesa, sus labios entreabiertos como si estuvieran a punto de pronunciar algo que nunca llegaba.
Él, en cambio, jugueteaba con el borde de su vaso, trazando círculos invisibles sobre la superficie de la madera.
Entre ellos, una tensión que no necesitaba nombre, pero que ambos sentían latir como un corazón ajeno.
—Siempre hablas en doble sentido —dijo ella al fin, rompiendo el silencio que parecía haberse extendido por horas—. Como si quisieras decir algo, pero no te atrevieras a soltarlo.
Él sonrió, pero era una sonrisa torcida, llena de aristas. No respondió de inmediato. En lugar de eso, dejó el vaso sobre la mesa y la miró fijamente.
Sus ojos eran un laberinto, y ella sabía que si entraba, no encontraría la salida.
—¿Y tú? —preguntó él, su voz baja, casi un susurro—. ¿Por qué callas tanto? ¿Es miedo lo que te detiene?
Ella desvió la mirada, como si las palabras la hubieran tocado en un lugar vulnerable. El silencio volvió a apoderarse de la habitación, pero esta vez era diferente. Era un silencio que gritaba, que exigía ser roto.
—Tal vez —admitió al fin, sus palabras tan suaves que apenas se escucharon—. Pero el miedo no siempre es malo. A veces te protege de cosas que no estás lista para enfrentar.
Él se inclinó hacia adelante, acortando la distancia entre ellos. Su respiración era ahora un eco en el espacio que los separaba.
—¿Y si te dijera que no hay nada que temer? —preguntó, su voz cargada de una intensidad que hizo que ella contuviera el aliento—. ¿Qué harías entonces?
Ella lo miró, y por un momento, pareció que iba a responder. Pero las palabras se quedaron atrapadas en su garganta, como si el miedo las hubiera encadenado.
Él esperó, pero cuando comprendió que no habría respuesta, se reclinó en su silla, una sombra de decepción cruzando su rostro.
—Tu lujuria se llama doble sentido —dijo ella finalmente, su voz temblorosa pero firme—. Pero tu silencio se llama miedo. Y tal vez, solo tal vez, el mío también.
Él no respondió. No hacía falta. En ese momento, ambos entendieron que algunas cosas nunca se dicen, no porque no se quieran decir, sino porque el peso de las palabras puede ser demasiado para llevarlo.
Y así, en medio de ese silencio que lo decía todo, se quedaron, atrapados en un juego de dobles sentidos y miedos que nunca tendrían final.
©Jose Luis Vaquero