» La fuerza no se busca, se encuentra»
Cada día la vida te obliga a ser fuerte y no pregunta si estás preparado. Esa frase resonaba en la mente de Ana mientras observaba el amanecer desde la ventana de su pequeño apartamento.
El cielo se teñía de tonos anaranjados y rosados, como si el mundo intentara compensar con belleza la dureza que le esperaba a ella en las próximas horas.
Hacía un año que su madre había fallecido, y desde entonces, Ana había tenido que asumir el papel de sostén emocional para su padre y su hermano menor. A sus veintiséis años, se sentía como una niña disfrazada de adulta, tratando de aparentar que sabía lo que hacía.
Pero la vida no le daba tregua. Cada mañana era un nuevo desafío: el trabajo, las deudas, las responsabilidades familiares. No había tiempo para llorar, para detenerse, para preguntarse si estaba lista. Simplemente tenía que ser fuerte.
Ese día no sería diferente. Su jefe le había asignado un proyecto importante, uno que podría definir su futuro en la empresa. Pero al mismo tiempo, su hermano Lucas, de solo dieciséis años, tenía una cita con el psicólogo.
Ana sabía que no podía fallarle. Él aún no superaba la pérdida de su madre, y cada vez que lo veía callado, con la mirada perdida, sentía un nudo en el estómago.
—Ana, ¿vas a acompañarme hoy? —preguntó Lucas desde la puerta de su habitación, con una voz tan frágil que casi se quebraba al pronunciar las palabras.
Ella respiró hondo, esbozó una sonrisa y asintió. Claro que iría. Siempre lo haría.
Pero mientras se preparaba, su mente no dejaba de dar vueltas. ¿Cómo haría para llegar a tiempo a la reunión de trabajo? ¿Qué diría su jefe si le pedía una extensión de plazo?
La vida no le daba opciones, solo le exigía que siguiera adelante, sin importar cuánto le pesara el corazón.
En el consultorio del psicólogo, Ana sostuvo la mano de su hermano mientras él hablaba de sus miedos, de su soledad, de su rabia.
Cada palabra que salía de su boca era un recordatorio de que ella también sentía todo eso, pero no podía permitirse el lujo de expresarlo. Tenía que ser fuerte, por él, por su padre, por sí misma.
Al salir de la consulta, recibió un mensaje de su jefe: «Necesito el informe en una hora». Ana miró a Lucas, que caminaba a su lado con la cabeza gacha, y supo que no podía dejarlo solo.
Tomó una decisión rápida: lo llevaría a casa, lo acomodaría con algo de comer y luego correría a la oficina. No había tiempo para más.
Esa noche, exhausta pero con el informe entregado y Lucas un poco más tranquilo, Ana se sentó en el sofá y dejó escapar un suspiro.
La vida no le había preguntado si estaba preparada para todo esto, pero de alguna manera, estaba encontrando la fuerza para seguir adelante.
Tal vez, pensó, la fortaleza no era algo con lo que se nacía, sino algo que se construía día a día, con cada desafío, con cada lágrima contenida, con cada sonrisa forzada.
Y mientras cerraba los ojos, agotada pero satisfecha, supo que al día siguiente volvería a hacerlo todo de nuevo. Porque la vida no esperaba, y ella tampoco podía darse el lujo de hacerlo.
©Jose Luis Vaquero