«La Llama que Nunca se Apaga»
Las mañanas en la vieja casona tenían un ritual inmutable: Lucas abría las ventanas de par en par, dejando que la luz filtrara a través del polvo suspendido en el aire.
Lo hacía cada día, con la esperanza tácita de que, entre los rayos del amanecer, pudiera vislumbrar aunque fuera por un segundo el contorno familiar que tanto añoraba.
Ella se le había esfumado como el humo de una vela apagada —sin aviso, sin dejar más rastro que un perfume persistente en las sábanas y una ausencia que resonaba en cada habitación.
A veces, cuando el viento jugaba con las cortinas, Lucas volvía la cabeza con un sobresalto, convencido de haber escuchado su risa entre el susurro de la tela.
Pero solo era el eco de su propia esperanza, repitiéndole la misma mentira una y otra vez. Porque… Es como perseguir una estrella no ilumina pero que no se apaga.
Por las tardes, caminaba hasta el muelle abandonado. El sol poniente teñía las aguas de un dorado melancólico, el mismo tono que iluminaba su cabello la última vez que la vio. Intentaba convencerse de que el dolor disminuiría con los años, pero la verdad era que cada día la añoraba de una manera distinta.
Ayer fue al encontrar su lápiz labial olvidado en un cajón; hoy, al pasar frente a la cafetería donde siempre pedían medialunas compartidas.
Las noches eran las peores. Entonces, cuando la ciudad se sumía en el silencio, la imaginaba acurrucada a su lado, como un fantasma de calor que se desvanecía en cuanto intentaba abrazarla.
Era como perseguir una estrella —cuanto más corría hacia ella, más lejana parecía. Es como perseguir una estrella no ilumina pero que no se apaga.
Una madrugada, mientras la lluvia golpeaba los cristales, Lucas entendió que nunca dejaría de buscarla en los rincones.
No porque esperara encontrarla, sino porque su ausencia se había convertido en la única presencia constante.
Como la luna, que aunque invisible a veces, nunca dejaba de estar ahí, tirando de las mareas de su corazón.
Y así, entre sombras y ecos, aprendió a vivir con ese amor imposible: una llama que no iluminaba, pero que tampoco se apagaba.
Una cicatriz que, lejos de cerrar, seguía siendo la prueba más fiel de que alguna vez, en otro tiempo, todo había sido real.
©Jose Luis Vaquero